Estambul es una ciudad “felina” donde los gatos campan a sus anchas por doquier y son alimentados y cuidados por los vecinos que, simplemente los adoran. ¿Significa esto que no hay perros en Estambul? Pues la verdad es que haberlos, haylos, pero estos no parecen gozar del mismo amor que sus rivales felinos. Es fácil ver grupos de perros sin amo por las plazas y barrios de la ciudad en un estado solo regular.

Los visitantes hacen fotos de los gatos, que perezosos parecen disfrutar de la ciudad tanto como las personas, pero nadie parece reparar en los perros,. No siempre fue así, por ello he querido narrar un episodio triste de la historia de la ciudad, especialmente para los amantes de los animales. Un suceso que hasta hace poco pensaba era más una historia urbana que una realidad: la masacre de los perros de Estambul llevada a cabo en 1910.

 

La Edad de Oro de los perros de Estambul

Hace algunos años estuve en una exposición que trataba, precisamente sobre los perros estambulinos y como pasaron de ser un animal con una fuerte presencia en la vida cotidiana de la ciudad a caer en desgracia y a sufrir algo así como un “holocausto canino”. Se exponían no solo imágenes de época de una ciudad poblada (incluso superpoblada por perros que campaban a sus anchas por doquier con el beneplácito y la simpatía de la gente que los alimentaba), sino también extractos de cartas, postales y textos escritos por notables e influyentes escritores y viajeros del S.XIX, que describen con gran detalle esta abrumadora presencia canina.

Las fuentes históricas de la era otomana muestran que los perros servían como guardianes en los vecindarios; comían la basura, (ya que no existían los servicios de saneamiento municipales); y ladraban para alertar a la gente cuando había incendios, lo que solía ocurrir con frecuencia en una ciudad construída de madera. Pero no era solo una relación funcional; alimentarlos y cuidarlos era visto como una buena acción. El islam considera a los perros animales impuros (no así a los gatos) y por ello no permite a los musulmanes practicantes tener perros como mascotas en sus hogares, pero, sin embargo, sí que permite la presencia y atención canina en las calles, por eso esta era bienvenida.

Estos animales sin amo, vivían de las limosnas de panaderos, carniceros y particulares. Además, claro, de su propio esfuerzo, ya que los perros asumían las tareas de limpiadores de las calles pareciéndose mucho a carroñeros como lobos y coyotes. Entonces, como ahora, estos guardias de seguridad autoproclamados y recolectores de basura eran amados y alimentados por sus vecinos de dos patas.

Los perros pasaron por dos períodos consecutivos y claramente diferentes en la historia urbana de Estambul. En el primer período desde la Conquista otomana hasta la era Tanzimat, compartían su vida cotidiana con los humanos. En el corazón de esta coexistencia estaba la fe y el sentido de la compasión, así como el hecho de que los perros se decía que habían entrado en Estambul junto con los ejércitos conquistadores de Mehmed II y gozaban de una simpatía especial.

No hay duda de que esta fue la Edad de Oro de los perros de Estambul.

A estos felices días de reinado le siguió un periodo menos aciago.

Un movimiento de modernización comenzó a influir en el tejido de la vida cotidiana a principios del siglo XIX. En este nuevo período, los perros fueron quedando marginados por las implementaciones del modernismo del Tanzimat. Terminó el reinado y comenzó el exilio. Comenzó la trágica aventura de los perros enviados al exilio a una isla de Mármara por orden de Mahmud II, y que continuó ininterrumpidamente hasta la gran descaninización de 1910.

 

¿Pero qué pasó para que los canes pasaran de ser amados a exiliados y masacrados?

A los ojos de los viajeros europeos, las calles de Estambul no eran diferentes de un zoológico. En «Viaje de París a Jerusalén», el escritor francés Chateaubriand escribió que “la ciudad tenía tres características básicas: calles desiertas, ausencia de carros con ruedas y una población de perros considerable.”

Mark Twain escribía en 1867 «Los perros dormían en las calles, por toda la ciudad, no se movían, ni, aunque pasara por delante el mismo Sultán». “Estos perros son los carroñeros de la ciudad. Ésa es su posición oficial, y muy difícil. Sin embargo, es su protección. Comen cualquier cosa y todo lo que se cruza en su camino, desde cáscaras de melón y uvas estropeadas hasta todos los grados y especies de suciedad.”

Edmondo De Amicis, que es un escritor de descripciones densas y casi fotográficas, se extendía mucho más, en 1874 escribía “Constantinopla es una enorme perrera; cada uno puede ver esto por sí mismo tan pronto como llega allí. […] Sin collares ni amos, ni perreras, ni casas ni leyes. […]».

“La pereza es la cualidad distintiva de los perros de Constantinopla. Se acuestan en medio de la calle, cinco o seis o una docena de ellos en una fila o en un grupo, acurrucados de tal manera que se parecen más a montones de basura que a animales vivos, y dormirán toda la noche o el día, imperturbables por el estruendo y el clamor que se produce a su alrededor […]”.

“Toman el lugar de los carroñeros, cayendo con alegría sobre la basura que los cerdos rechazarían como alimento, dispuestos a comer casi todo menos piedras. […] La población canina de Constantinopla se divide en asentamientos y barrios, al igual que la población humana. Cada calle y barrio está habitado, o más bien en posesión de un cierto número de perros, los parientes y amigos de una misma familia, que nunca la abandonan ni permiten la entrada de extraños. Tienen una especie de fuerza policial, con puestos de avanzada. y centinelas, que van de ronda y actúan como exploradores «.

El reinado de los perros callejeros llegó a su fin durante la segunda mitad del siglo XIX de la mano de los movimientos hacia la occidentalización. Los intelectuales, educados de primera mano en Europa veían a los perros callejeros como un signo de “orientalismo” y de atraso. Un símbolo de miseria. Estaban decididos a transformar la mística «oriental» de Estambul en urbanismo occidental. A darle un buen lavado de cara a la capital otomana.

Y, en consecuencia, se esforzaron por erradicar su presencia. Gobernaba el sultán Mahmud II.

El Instituto Pasteur iba más allá de la estética urbanística: instaba a que los canes fueran detenidos y sacrificados por su piel y huesos. El director del Instituto Pasteur de Estambul, Dr. Remlinger, incluso sugirió la creación de campos de exterminio: “Con su piel, pelo, huesos, grasa, músculos, sustancias generalmente albuminosas e incluso intestinos, el valor de un perro callejero oscila entre 3 y 4 francos. Hay 60.000 a 80.000 perros en Estambul, cuyo valor total asciende a 200 a 300.000 francos. ¿No es posible llamar a licitación para eliminar a los perros y establecer mataderos fuera de la ciudad para procesar la piel, la carne y la grasa con fines económicos? “

En otro escrito continuaba: “Los animales pueden ser capturados en secreto durante la noche y pueden ser trasladados allí en carruajes enjaulados similares a los de Europa. Si se establecen diez mataderos, cada uno puede procesar cien perros al día. En dos meses se puede realizar la descaninización o limpieza del perro, cuyas ganancias se pueden destinar a las obras de caridad de la ciudad.”

 

El exterminio

La presión occidentalista ganó la partida y en el verano de 1910, con el apoyo del entonces alcalde de Estambul, Suphi Pasha, decenas de miles de perros sin amo, hasta 80.000 de ellos fueron trasladados a una isla desierta en el Mar de Mármara. Parece que se había firmado un acuerdo con Francia para venderle los animales, ya que entonces el uso de perros como sujetos de prueba para la industria química y del perfume en Europa a principios del siglo XX estaba a la orden de día. Los franceses hicieron una oferta para recoger los perros, y se firmó un acuerdo entre países al respecto. La municipalidad, que tenía más de 80 mil perros recogidos y esperaba instrucciones de Francia, incluso comenzó a bajar el precio después de que no recibir respuesta. Hasta los ofreció de forma gratuita para deshacerse de los ellos, que comenzaron a perecer en las horribles condiciones de hambre y sed, pero no hubo respuesta.

Los perros fueron atendidos en la isla durante un tiempo esperando la respuesta de Francia, pero cuando se conoció la rescisión del contrato, nadie volvió a ver a los perros.

La isla elegida en cuestión fue una de las Islas Príncipe, Sivriada, deshabitada, sólida como una roca, sin árboles, vegetación, agua ni comida.  Un lugar que era utilizado por los emperadores bizantinos como cárcel, para desterrar a aquellos a quienes consideraban una amenaza, un lugar donde para sobrevivir, un perro hambriento literalmente se comería a otro perro.

Los relatos locales describen como durante semanas, los aullidos y el olor de los perros asesinados por otros en busca de comida llegaron a Estambul, manteniendo despiertos a los residentes de la ciudad. La situación los llevó a apodar a la isla como Hayirsizada, literalmente “isla de las expiaciones” en turco. No sobrevivió ni un solo perro. Algunos murieron ahogados al intentar escapar. Otros sirvieron de comida a otros congéneres más fuertes. Pero la mayoría de ellos murieron lentamente de hambre y de sed.

Tras estos hechos, de nuevo el novelista francés Pierre Loti escribió en 1910, tras la masacre:

 “No hay perros a la vista, esos perros inofensivos, dóciles, sensibles al más mínimo toque, a quienes estamos acostumbrados a ver en todas partes. Solían vigilar las calles del barrio con todas sus fuerzas, limpiar las aceras, cuidar a los niños pequeños. Los perros que vinieron aquí junto con los ejércitos de Mehmed II habían pensado que se asentarían aquí para siempre; confiaban plenamente en las personas que nunca les habían hecho daño hasta ahora. Sin embargo, no habían tenido en cuenta a los levantinos ni al Partido Unión y Progreso; aunque nunca hicieron daño a nadie, fueron condenados a una masacre de lo más repugnante después de cuatrocientos o quinientos años de lealtad”.

Además, relataba que ningún turco quería emprender esta tarea degradante, estaban convencidos de que traería mala suerte a la Media Luna Otomana. Y, por ello, se reclutaron a vagabundos para su ejecución.

La masacre de los perros callejeros de la ciudad dejó una cicatriz en la psique de los habitantes de Estambul.      Gritos, llantos y discusiones acaloradas se escucharon en toda Estambul durante días. No solo estaban furiosos, sino que se opusieron con vehemencia a esta carnicería rescatando tantos perros como pudieron y escondiéndolos en sus casas y barracones. Además, temían que Dios tomase venganza contra la ciudad por esta crueldad. La mayoría de sus residentes culparon a la masacre del perro de los tiempos turbulentos posteriores a 1910, incluida la derrota del Imperio Otomano en las Guerras Balcánicas, el gran terremoto de 1912 y la Primera Guerra Mundial.

Esta fue la historia, perdonadme si me he extendido en citas, pero me parecen muy valiosas y pueden, mucho mejor que yo, explicar de primera mano este hecho histórico sin precedentes.

Casi un siglo después, los activistas por los derechos de los animales levantaron un monumento de piedra en memoria de las decenas de miles de perros que murieron en esta isla en 1910. Cada año, visitan la isla para conmemorar el episodio conocido como la Masacre del Perro de Estambul. En el cortometraje Historia de Perros (Chienne d’histoire) podéis conocer toda la historia. También os recomiendo la película “Stray,” un documental de Elizabeth Lo.

Hoy en día Turquía tiene una ley de «no matar, no capturar» para todos sus animales callejeros, incluidos los aproximadamente 100.000 perros que deambulan por las calles de Estambul. Las ciudades turcas tienen programas de esterilización, vacunación, registro y liberación, en los que los perros son devueltos a donde fueron encontrados, aunque sigue dejando bastante que desear.