Cuántas veces hemos escuchado esa frase: “Detrás de un gran hombre hay siempre una gran mujer”, quizás porque a menudo los éxitos y la gloria reconocidos al sexo masculino nunca habrían sido posibles de no haber tenido la influencia y el consejo de grandes mujeres a su lado, a veces incluso más inteligentes, más conspiradoras e incluso más estrategas que ellos mismos.
Este es el caso de la figura que hoy me ocupa, sin lugar a dudas una mujer fascinante que tiene su lugar en la historia de Estambul, más concretamente de cuando la ciudad aún era conocida como Bizancio y era la capital del imperio bizantino. La mayoría de los telespectadores de las telenovelas turcas entre los que causan sensación las sagas de los sultanes y las intrigas palaciegas de sus consortes la desconocen pero seguro se sentirían igualmente fascinados por su persona, por ello hoy le dedico unas líneas: me refiero a la emperatriz Teodora de Bizancio, esposa de Justiniano I. Os cuento algunos datos de su biografía que no tienen desperdicio.
Los orígenes de Teodora se alejan mucho de la púrpura imperial que acabaría vistiendo al casarte con Justiniano I, parece ser que nació en Chipre en torno al año 500 d.c. Quien fue su padre es un dato desconocido pero sería huyendo de la pobreza junto con su madre y sus hermanas cuando recalarían en Constantinopla, siendo acogidas por un trabajador del circo de la ciudad, el adiestrador de osos. Sin embargo, la suerte nunca estuvo de su parte, a la muerte prematura de este, la situación de su familia volvió a empeorar quedando la madre y sus tres hijas desamparadas. Su madre retoma el oficio de bailarina y parece ser que también “actriz”, y sus tres hijas, incluyendo a la pequeña Teodora pronto comenzaron a frecuentar con ella los burdeles y los ambientes más depravados de la ciudad ejerciendo el oficio más viejo del mundo. Algunos escritores y cronistas de la época lo matizan, hablando de Teodora también como “actriz”, pero explicando que las llamadas actrices de la época, incluida su misma madre, se exhibían y accedían a los favores sexuales del público sin mayor problema. De hecho, allá por el año 516, Teodora a pesar de su juventud, era la meretriz más famosa de Constantinopla. Se decía de ella que “era la ramera mejor dotada para las artes del amor y que no demostraba escrúpulo alguno a la hora de satisfacer las obscenas peticiones de su lasciva clientela”.
Lo cierto es que huyendo de una ley proclamada en el año 520 en la que se perseguía la prostitución, viajó hasta África como compañera de un oficial sirio con quien permaneció hasta que esté la abandonó, entonces Teodora optó por refugiarse en Alejandría, lugar en el que conoció a Severo, líder de la secta cristiana de los monofisos, que defendían la divinidad exclusiva de Jesucristo. Convencida sobre esta doctrina, regresó a Constantinopla en el 522 abandonando su antiguo modo de vida, y estableciéndose como hilandera en una casa cerca del palacio. Su belleza, ingenio y su carácter espontáneo y divertido atrajeron la atención de Justiniano, el futuro emperador, quien quiso casarse con ella. Sin embargo, la Ley Romana de la época de Constantino I evitaba el matrimonio de actrices con oficiales gubernamentales. Justiniano, considerado también como “el último emperador romano”, por su intento de recuperar los territorios que el Imperio Romano había poseído en tiempos de Teodosio I el Grande (347-395) heredaría el trono de su tío Justino I por lo que era una boda así era realmente impensable. En el año 525 d.c Justiniano deroga esa ley para casarse con Teodora, que así se convierte en su corregente y la mujer más poderosa e influyente de la historia del Imperio Bizantino, contando ella con 23 años y él con 40.
Este matrimonio no estuvo exento de feroces críticas, pero bajo el reinado de Justiniano I y Teodora estos reconstruyeron y embellecieron Constantinopla, convirtiéndola en la ciudad más espléndida que el mundo había contemplado en siglos, construyendo y reconstruyendo obras públicas como acueductos, puentes y más de veinticinco iglesias. La más famosa de ellas es la inigualable Hagia Sofia, consagrada a la sabiduría divina y uno de los más importantes testimonios de la Humanidad, la única en el mundo que durante 1400 años sirvió a Dios y a Alá, al mundo cristiano y al Islam. Justiniano I, adalid de la ortodoxia cristiana apoyado por Teodora, mandó construir el templo más grandioso que la cristiandad hubiese tenido jamás.
Pero sobre todo hay que atribuir a Teodora su participación en las reformas legales y espirituales de Justiniano, así como leyes para aumentar los derechos de las mujeres. Sobre todo en relación al divorcio y a la propiedad. Instituyó la pena de muerte por violación, prohibió que los bebés no deseados fueran expuestos dando a las madres derechos sobre sus hijos y prohibió el asesinato de las mujeres que hubieran cometido adulterio. Sobre la prostitución, mundo que conocía de primera mano, promulgó una ley que prohibía el proxenetismo lo que supuso el cierre de los burdeles que la incumplían. Procopio escribió que “ella estaba naturalmente inclinada a ayudar a las mujeres desafortunadas”.
Teodora murió de un cáncer de mama en junio del año 548, a la edad de 48 años, y Justiniano, que lloró amargamente su pérdida, la sobrevivió hasta el año 565. Su cuerpo fue enterrado en la Iglesia de los Santos Apóstoles, en Constantinopla, donde descansaron los restos del emperador Constantino y cuyo solar es ocupado desde 1469 por la Mezquita Imperial de Fatith, una de las mezquitas otomanas más antiguas de la ciudad junto con Eyüp.
Es cierto que Teodora lo tenía casi todo en su contra al nacer sin la figura paterna, sin tutela materna y sin educación, pero no es menos cierto que gracias a su inteligencia y determinación fue capaz de revertir su destino y que fue un personaje muy querido a la par que criticado por el pueblo llano, que supo encontrar su lugar en la historia.
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