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Dicen de Bután que es la más enigmática y tradicional de todas las sociedades budistas que han florecido en el Himalaya. Un pequeño país que desde los años sesenta lucha por abrirse al mundo a la par que conserva su propia idiosincrasia y preserva su identidad y tradiciones de las influencias y tendencias globales. Sus peculiaridades hacen de Bután un paraíso para propios y extraños del que seguro no querrá regresar.

 

El enigmático Reino del Himalaya

Por Ana Morales para GEA PHOTOWORDS

Hace cuatro o quizás cinco años ya, me acerqué a una conocida agencia de viajes para ver qué opciones me ofrecían para viajar a Bután. La sorpresa fue que la persona que me atendió, no sólo no disimuló su desconocimiento, sino que me hizo repetirle y deletrearle el nombre del país varias veces. No deja de ser una anécdota, y, posiblemente ya no sea la tónica general, pero este agente de viajes no sabía ni en qué continente estaba situado ni lo había escuchado nombrar nunca antes…

Por ello me resulta más que curioso que hoy, este montañoso y pequeño país del techo del mundo, apenas del tamaño de Suiza y ubicado entre dos gigantes globales, India y China, que emergió de un auto impuesto aislamiento allá por la década de los sesenta, haya pasado de ser un total desconocido para la masa a estar en boca de todos. Dicen de Bután que es la más enigmática y tradicional de todas las sociedades budistas que han florecido en el Himalaya. Un país con una población de escasos setecientos mil habitantes repartidos entre distintos grupos étnicos, de procedencia tibetana y nepalí y de fuertes creencias mayoritariamente budistas que lucha por abrirse poco a poco al mundo conservando su propia idiosincrasia y preservando su identidad y tradiciones de las tendencias globales. El retraso en la modernización, y los arraigados principios del budismo han permitido a Bután, aprender de los errores de otros países vecinos en vías de desarrollo que lo están sacrificando todo por el progreso económico, a costa de dejarse muchas cosas en el camino. El reino de Druk Kul, “Reino de la tierra del dragón de fuego”, es siempre asociado con el mítico Shangri-la, no sólo por su exuberante naturaleza casi virgen y especies animales tan extrañas como el animal nacional, el Takín, sino por el atavismo, el aura mística que lo envuelve y el proclamado bienestar de su población.

El mundo ha girado la cabeza hacia Bután, la democracia más joven del mundo, donde hace casi cuatro décadas, un visionario y carismático monarca, Jigme Singye Wangchuck decidió que el modo de medir el progreso de su pueblo, no debía basarse estrictamente en el flujo de dinero, la producción y el consumo. Cada paso hacia el desarrollo se valoraría en función no sólo de su rendimiento económico, sino de su capacidad para generar felicidad. Jigme tenía entonces sólo dieciocho años, idealismo, y muchas buenas intenciones, hoy, en este escenario global donde las principales modelos económicos de las últimas décadas han fracasado, y donde la población se siente una irrelevante pieza más del engranaje del post capitalismo salvaje y desnaturalizado, sus ideas son una fuente de inspiración y el punto de partida para uno de los debates más interesantes del pensamiento económico mundial. Cuando en occidente empezamos a pensar que un indicador como el P.I.B está obsoleto, que es necesario un cambio en estas sociedades no sólo en crisis económica sino de valores, resulta que en Bután utilizan otro indicador que sí mide el nivel de felicidad y realización de sus ciudadanos, a través del F.N.B, o “Felicidad Nacional Bruta”. Acorde con la filosofía budista, esta “tercera vía de desarrollo” persigue promover el bienestar humano a partir de la garantía de ciertos derechos y parámetros sociales y no promover tanto la persecución de bienes materiales. Las economías occidentales no dejan de ver en Bután un caso pintoresco, incluso simpático, cuyos logros no son exportables, pero lo cierto es que esta pequeña economía cuya base es la actividad agrícola (100% ecológica) y las energías renovables crece a un ritmo muy superior al de su entorno.

“Bután no es Shangri-La, pero es un país único”

La entrada de los viajeros al país, con una política turística de cupos deliberadamente restrictiva, lo mantiene al margen del turismo de masas, medida necesaria para conservar su medio ambiente y su forma de vida tradicional. De hecho, la llegada de los primeros viajeros no se produjo hasta la coronación del rey Jigme Singye Wangchuck, en 1974.

Bután se puede dividir en tres regiones geográficas de grandes contrastes. En el sureste del país, su punto más bajo, encontraremos una planicie de clima húmedo y tropical repleta de bosques y de fértiles tierras. La zona central está salpicada por cadenas montañosas orientadas a norte y sur que oscilan entre los 3.000 y los 5.000 metros de altitud y que atraviesan el país formando barreras naturales que encierran diversos valles con su particular microclima donde se vive al ritmo de las cosechas y las estaciones. Prístinos valles cultivados de cebada y salpicados por aldeas, monasterios y rebaños de yaks. Por último, al norte están los grandes picos de hasta 8.000 metros cubiertos por nieves perpetuas, tierras altas aisladas donde las banderas de oración son los únicos testigos de la civilización y donde dicen mora el migoi, la versión butanesa del abominable hombre de las nieves, con el Kula Kangri, su pico más alto.

Con todos estos antecedentes, los afortunados viajeros que llegan al reino, esperan atravesar una especie de última frontera, y, no andan desencaminados porque lo cierto es que Bután tiene mucho que ofrecer. Bután no es Shangri-La, pero es un país único. Su coqueta capital, Thimpu, está en consonancia con lo que uno espera del país, pero aún así, resulta tan tranquila y apacible que nos sorprenderá pues no se parece en nada a una capital como cualquiera de nosotros esperaría. Sus noventa mil habitantes viven muy a gusto sin aglomeraciones y rodeados por la frondosa naturaleza de un boscoso valle y el río Thimpu. Sus calles están jalonadas por fachadas de tiendas tradicionales que adorareis recorrer a pie porque sus dimensiones la hacen ideal para pasearla, y, edificios, decorados con ventanas de madera policromada y símbolos mágicos en tejados y fachadas (como los grandes falos) para ahuyentar a los demonios. Aunque sea una anécdota recurrente, hay que mencionar que siguen sin tener semáforos. Todos los sábados y domingos se produce un ambientado mercado de fin de semana en el corazón de la capital, al que acuden numerosas etnias del valle, una oportunidad para poder perderse entre la gente local, degustar los platos del lugar, y, adquirir artesanías.

Un país de fortalezas

La escarpada geografía del país está plagada de monasterios y fortalezas o dzong que datan de siglos atrás y que son una combinación perfecta de arquitectura sofisticada y bellas artes y un reclamo para el visitante. De entre todas ellas destacan sobre las demás la de Simtokha, que es el edificio más antiguo de Bután y la de Punakha. Esta última, ubicada en la que fuera antigua capital del reino, está enclavada en la confluencia de dos ríos, uno femenino y otro masculino, y, su historia está muy relacionada con los hechos históricos del país. La misma Punakha es de una gran belleza, rodeada de arrozales en terrazas, castillos y monasterios, y con vitas a las nevadas cumbres de Himalaya, un lugar imprescindible.

El valle de Haa, sigue siendo una de las regiones vírgenes del país pues estuvo cerrado para los turistas hasta el año 2001, con sus espesos bosques de coníferas y pintorescos pueblos enclavados en un fértil valle lleno de campos de cebada, trigo y mijo y sus milenarias tradiciones. En el valle de Paro, también antigua capital, destaca el monasterio o dzong de Paro, y el de Taksang. Colgando sobre una pared vertical de roca negra a 3.000 m de altitud, y dominando todo el valle, el monasterio de Taksang o “Nido del Tigre”, es una fortaleza emblemática y lugar de peregrinación desde el S.VIII, ya que según la leyenda, el Gurú Rimpoche, que trajo a estas tierras el budismo, llegó desde el Tibet al templo “montado sobre una tigresa”, y estuvo meditando durante tres meses en una cueva, de ahí viene el nombre. Taksang es de las mayores y mejor conservadas fortalezas-templo del país, una de las postales más reconocibles de Bután, y la costosa subida a pie en la que salvaremos un kilómetro de desnivel queda sobradamente compensada por la magnificencia del lugar. Seremos recibidos por los mantras que rezan los monjes mientras en su interior se queman lámparas de mantequilla y podremos disfrutar de unas vistas de vértigo.

Patrimonio intangible

Además de los paisajes y su peculiar arquitectura tradicional, Bután conserva fiestas milenarias llenas de colorido y espectacularidad. El Tsechu es la fiesta religiosa más popular. Los Tsechus son grandes reuniones sociales, que relacionan y cohesionan a la gente de los pueblos y las aldeas rurales que acuden a recibir bendiciones. Son también una buena oportunidad para la formación de mercados y el intercambio comercial entre los vecinos, es decir, es una fiesta en el sentido más amplio del término. Cada uno de los dieciséis dzongs de Bután organiza una vez al año esta fiesta, generalmente en primavera o en otoño, en honor al Gurú Rimpoche.

Es interesante hacer coincidir la estancia en Bután con alguna de estas celebraciones, pues el folklore de estas tierras es otro de sus rasgos identificativos más atractivos para los foráneos.

La noche anterior al acontecimiento, en los valles se escucha el eco del tintineo de los platillos y tambores que ponen música y ritmo a textos sagrados recitados. Durante varios días, los monjes realizan danzas y representaciones bajo la mirada cautivada de la población que, para la ocasión, se viste con sus mejores trajes. La fiesta del Punakha Serdar, que transcurre cada año en el mes de febrero en el dzong de Punakha, es de las más espectaculares. La celebración tiene sus orígenes en la lucha que hubo entre butaneses y tibetanos en el siglo XVII cuando estos últimos vinieron a recuperar una reliquia sagrada confinada en el templo. Con la victoria del bando butanés se representa cada año la batalla que termina en una vistosa procesión.

Bután, con todo lo que puede ofrecer, es un país para la ventura y la fascinación de nuestros ojos occidentales siempre ávidos de sorpresa y autenticidad. Paseando entre la serenidad de sus aldeas y la virginidad de sus paisajes nos sentiremos parte de este grandioso escenario.

 

 


 

Ana Morales

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