La primera vez que uno viaja a Varsovia no sabe muy bien que esperar. Un país que padeció durante cuarenta años el yugo comunista, que fue un aliado forzado de la todopoderosa Unión Soviética hasta no hace tantos años, por fuerza se nos antoja que debe tener una estética gris, industrial y marcial en consonancia. Sin embargo, la capital polaca, con una convulsa historia a sus espaldas nos sorprende, pues está en pleno proceso de acercamiento a la modernidad, y, quizás y lo más importante, a la búsqueda de sí misma.

Polonia, con sus cosas buenas y malas, se ha convertido en la décima potencia económica de la UE, con una próspera y dinámica economía.

Nos hospedamos junto al Palacio de la Cultura y la Ciencia en una zona financiera de nuevo desarrollo llena de hoteles, centros comerciales, sedes de grandes compañías y, modernos edificios de cristal, rascacielos de diseño que podríamos haber ubicado en cualquier otra ciudad del mundo pero que no esperábamos encontrar en Varsovia. De entre todos ellos sobresalía sin lugar a dudas este, imposible no verlo. Rodeado por grandes avenidas, pulcritud, espacios verdes, tráfico ordenado, lo cierto es que si bien las distancias en Varsovia pueden ser considerables es agradable pasear por sus calles.

Lo primero que nos llamó la atención ya desde antes de bajarnos del taxi fue un enorme y altísimo edificio acabado en punta que finalmente estaba a 50 metros de nuestro hotel y que no era otro que el “Palacio de la Cultura y la Ciencia”( Pałac Kultury i Nauki), el icono más claro de la ciudad. Esta mole de hormigón es un recuerdo indeleble de la opresión que sufrió el pueblo polaco, y, por ello se observa (más entre la gente de mediana edad en adelante que en las nuevas generaciones), una relación amor-odio hacia él, hasta el punto que tras la caída del régimen comunista, cuando las heridas aún estaban muy abiertas, se planteó su demolición para crear un parque.
Es un símbolo del comunismo, sin duda, y ese edificio presidiendo las alturas hace imposible olvidar para aquellos que lo padecieron, pero, paradojas del devenir histórico, también es un símbolo de la nueva Varsovia, esa que pisa fuerte hacia el futuro y que no quiere que el pasado se repita.

Todo en este megalómano edificio obra de Lew Rudniew es desmesurado, dicen que se tardó tan sólo tres años en construir, inaugurándose en 1955, como regalo del pueblo soviético al polaco y promovido por Stalin. Con sus 237 metros de altura, 42 pisos y más de 3200 habitaciones es el edificio más alto de Polonia y el octavo de la Unión Europea. Ocupa una superficie de 817000 metros cuadrados y en su interior hay cabida para varios teatros, salas de conciertos, sedes de empresas, salas de Congresos con capacidad para 4500 personas, un cine, dos universidades privadas, la oficina de correos y hasta una piscina cubierta.

El acceso desde el vestíbulo de entrada no puede ser más llamativo, hace a una sentirse pequeña e insignificante ante el espacio, con sus columnas y suelos de mármol, sus altos techos de los que cuelgan grandes lámparas de cristal, sus ascensores dorados bruñidos hasta la perfección, nos da la sensación de haber entrado en una gran estación de tren llena de gente que entra y circula por las distintas puertas. Subir a su mirador es una visita obligada en Varsovia, desde su planta 30, a unos 140 metros de altura, disfrutareis de las mejores vistas de la ciudad.

Comprobareis que los rascacielos que le rodean y que quedan a sus pies no hacen sino hacerlo más protagonista, y que no hay ninguna estructura que le pueda hacer sombra y que domine las alturas como él.

 

 


 

Ana Morales

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